Reflexión de Viernes Santo, por monseñor Mario Moronta, Obispo de San Cristóbal (Venezuela)
Con harta frecuencia encontramos en la Escritura el reconocimiento de la misericordia de Dios. Los salmos suelen cantar que es grande y poderosa. Dios es presentado como rico en misericordia y justicia. No faltan las peticiones al Señor rogando muestre su misericordia. Esta es una de las cualidades propias de Dios. Ella nos habla de su preocupación por su pueblo, de su actitud de perdón al pecador arrepentido, de consuelo al afligido y necesitado. La misericordia, por otro lado, no se reduce a algo puntual ni sentimental. Su efecto va más allá de lo esperado: hace que se dé una transformación en quien la recibe y siente. La misericordia llega a dar el perdón, la paz y un espíritu nuevo. Es decir eleva la dignidad del ser humano.
El evangelio está repleto de enseñanzas sobre la misericordia, las parábolas del reino son un ejemplo de ello: el padre que recibe al hijo perdido, el buen samaritano, la imagen del juicio final donde se nos presentan las obras de misericordia. El ministerio mesiánico de Jesús también habla de la realización de gestos de misericordia: las curaciones, el encuentro sanador con la adultera y zaqueo, la multiplicación de los panes luego de experimentar compasión ante la necesidad de la multitud… el mismo Jesús invita a sus seguidores a ser misericordiosos si desean ser felices. Él es el rostro alegre y brillante de la misericordia del padre.
Dentro de esta perspectiva, el mayor gesto de misericordia de Jesús es su muerte en cruz. En ella se manifiesta el amor extremo del Hijo de Dios quien, como sacerdote, se ofrece cual víctima propiciatoria para alcanzar la salvación de la humanidad.
Es su entrega para liberar al hombre del pecado y así introducirlo en el ámbito de una nueva creación. Con ese gesto de misericordia, lo eleva a la categoría de hijo de Dios y le da el brillo de una luz que rompe con las tinieblas del pecado y de la muerte. Es lo máximo, lo extremo, lo radical… de la misericordia de Dios. El Hijo demuestra el gran amor del Padre Dios, quien lo envió a salvar al mundo.
San Pablo nos lo indica de manera diáfana. Por medio de Jesús, Dios realizó la reconciliación “Haciendo la paz mediante la sangre que Cristo derramó en la cruz” (Col. 1,20). Con su muerte de cruz, Jesús introdujo la novedad de vida como consecuencia de su gesto pleno de amor y misericordia: “Ustedes antes eran extranjeros y enemigos de Dios en sus corazones; pero ahora Cristo los ha reconciliado mediante la muerte que sufrió en su existencia terrena. Y lo hizo para tenerlos a ustedes en su presencia, santos, sin mancha y sin culpa” (Col.1, 21-22).
La cruz elimina la deuda que la humanidad había contraído con Dios (Cf. Col. 2,14) y ha dado vida nueva (V.13). Más aún, los seres humanos han adquirido la capacidad de “Morir con Cristo” para “Vivir con Él”. Los ha convertido en hombres nuevos (Col.3, 10). Así se repite la enseñanza del salmista: la misericordia de Dios, expresada como icono en la cruz, cambia lo viejo del pecado en lo nuevo de la gracia y la salvación. Nos lo recuerda Pablo: “Por la bondad (Misericordia) de Dios ustedes han recibido la salvación por medio de la fe… es un don de Dios… pues es Dios quien nos ha creado en Cristo Jesús, para que hagamos buenas obras” (Ef. 2,8-10).
Al conmemorar hoy la muerte del Señor, podemos renovar nuestra fe en la misericordia de Dios. No conmemoramos un hecho trágico, sino algo más profundo: la mayor expresión del amor y de la bondad del padre mediante la entrega del cuerpo de su Hijo quien, además, derramó su sangre por la salvación del a humanidad. Esa misma fe nos lleva a aceptar y asumir el valor infinito del sacrificio de la cruz, identificándonos con él, que es “nuestra paz” (Ef. 2,14) y nos hizo “hombre nuevos”. Entonces seremos capaces, al cargar con la cruz que Él nos da, de mostrarlo y alcanzar la felicidad de ser misericordiosos para lograr la misericordia de Dios.
+Mons. Mario Moronta
Obispo de la Diócesis de San Cristóbal (Venezuela)
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